Después de su segundo hijo había
dejado de arreglarse, se había olvidado de ese lúdico ritual que ahora era
indispensable: crema sedosa, perfume en lugares estratégicos, pelo cepillado y
un maquillaje llamativo. Casi siempre
antes de salir de su casa, al mirarse al espejo, se sentía satisfecha con los
resultados. Su abuela, después de recibir
el diario beso en la frente, se quedaba pensando en su “pobre” niña, con tan
sólo 23 años y tantas penurias y responsabilidades.
Pero ella salía sonriendo, saludaba
a los vecinos que sospechaban que algo se traía entre manos. A veces, cuando el bus verde todavía no
estaba listo para salir, pasaba a un comedorcito de choferes a tomar un atol o
un café. Es que era un tácito acuerdo:
siempre debía ser el verde, ésa era la señal.
Una vez comprobó que él no subía a otro: cuando el bus verde estuvo
descompuesto, por la ventanilla de otro que lo sustituía lo vio algo
desencajado esperando aquel gusano mecánico.
De seguro llegó tarde al trabajo, solo por verla. Ahora el bus de ellos dos estaba en buenas
condiciones y todo salía perfecto.
Era una mañana maravillosa, el sol
salía impetuoso y le quitaba el frío a los trabajadores indolentes de todos los
días. Ella fue la primera en subirse al
bus cómplice, y cuando arrancó para salir rumbo a su recorrido usual, a ella le
saltó el corazón de impaciencia. Era lunes y tenía dos días de no verlo. El bus parecía toser, al inicio del día iba
lento y parsimonioso. Unas largas cuadras después, al cruzar la esquina, ahí
estaba él sin falta. Alto, delgado y
vestido como todo buen oficinista de la zona diez. No tendría más que 24 años, pero un grueso
anillo de oro brillaba en su dedo anular de la mano izquierda. Por eso en esas luminosas mañanas solo se
saludaban con los ojos, se amaban admirándose de pies a cabeza, aprovechando la
apretazón y los empujones para olerse mutuamente. Luego, pasaban el resto del día pensando en
cómo se habían visto esa mañana, el escote de ella, las grandes manos de él, el
suave roce de rodillas. Ella hablaba constantemente de él con sus compañeras de
trabajo, el fanfarroneaba con su amigotes del almuerzo. Cuando se llamaban, se elogiaban acerca de la
forma en que lucían esa mañana.
Ser madre, aun a su edad, le había
encerrado en una cárcel de pañales, colegios, supermercados, visitas
familiares, piñatas, en un mundo en donde debía ser correcta y formal a toda
hora. Sólo porque era una madre. Mientras sus hijas fueran pequeñas no tenía
derecho a ser mujer, en su casa no habían hombres, sólo eran sus hijas, su
madre, su abuela, su vieja tía y ella.
De balde tantos anhelos, tantos planes, tantas ganas de vivir, para qué
estar hecha para el placer si se aburría sin remedio. Qué envidia le daban las otras mujeres. Por eso pensar en él la aliviaba.
Por la tarde, ella iba a su segundo
trabajo y él a estudiar. Lo de tomar
clases se le ocurrió solamente para poder verla por la noche antes de ir de
vuelta a casa. A esas alturas del día,
ya no se veían ni olían igual, pero igual se deseaban. Por lo lejano y la hora, debían abordar el
último bus que iba hacia su colonia. Ése
era un bus viejo y destartalado, un grupo de cansados trabajadores lo esperaban
y luego lo abordaban lentamente, con tristeza y resignación. En el interior del bus no había luz, todo era
oscuridad y sombras que hablaban monótonamente.
Entonces ellos se encontraban al fondo del bus, pensaban que ya nadie
les prestaba atención.
Ella ya estaba temblando de nervios,
de anticipación, preguntándose si esta vez sería posible. Recordaba cómo fue la primera vez, cuando él
se paró detrás de ella y le respiró junto a la oreja. Pensó que iba a orinarse, y cuando la tomó
por la cintura para atraerla más hacia su cuerpo, ella se decidió. Desunió las manos de él y luego puso una en
sus pechos y la otra en su pubis. No
pudo ver su cara, pero adivinó su asombro y su complacencia, porque de
inmediato la erección fue imposible de ocultar.
Sentir la proximidad de las otras personas fue todavía más excitante,
aquellos pasajeros tristes que dormitaban o fingían escuchar a sus
interlocutores en la oscuridad. Otras
veces se imaginaba que cada uno de esos desconocidos era alguien de su familia,
o de sus vecinos, hasta llegó a imaginar al chofer como el párroco de la
iglesia a la que iba obligadamente los domingos. Lo más difícil fue cuando ella se atrevió a
bajar el cierre de la bragueta de él y meter su mano, ya no pudieron detenerse.
Por eso una noche, en el tramo más oscuro del trayecto, estaban tan excitados
que no lo pensaron más, él le dio vuelta, ella subió su falda y él la penetró.
Era lo más placentero que había sentido en toda su vida, una cópula fugaz.
Llegaba a su casa dulcemente
cansada, despeinada, secretamente satisfecha.
Lavaba, planchaba y limpiaba el desastre de esas niñas que apenas miraba
unos minutos en la mañana. Sentía que su
cuerpo reventaría después de tantas horas, por eso creía que merecía aquella
lubricidad por las noches.
Una noche mientras él buscaba
hábilmente su clítoris con su dedo medio e índice, vieron la primer mirada de
reojo. Aquella masa oscura e impasible, empezó a despertar como gatos
curiosos. Casi le gustó cuando sintió otras
manos acariciando sus muslos con cautela, pero más le entusiasmó besar los
pechos de esa mesera ardiente, tibios y temblorosos.
Jessica Masaya Portocarrero
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