Lo que más me
molesta de todo son las extensiones. Podía soportar los ataques de
mosquitos, los gringos con falsa moral, los hipócritas vende patrias, la
pose relajada de los isleños, los argentinos que se creen europeos, los
europeos que se creen dueños de la verdad, la falsa identidad de los
guatemaltecos y su facilidad para perder el acento, los bocazas que no
paran de hablar de sus conquistas, sus masturbaciones mentales salidas
de películas porno trasnochadas, las mil cucarachas que se mueren dentro
del apartamento, hasta las que se mueren dentro de mis zapatos, pero no
las extensiones.
Las extensiones y su falsedad. Ese día que metí por
primera vez mis dedos entre esa hebras de mentira que ostentabas en la
cabeza, esa desdicha que me provocó descubrir el inicio de tu
hipocresía, esas trenzas que sujetaban la infamia, ese pegamento entre
mis dedos. Ese momento. Ese día. Esa hipocresía. Esa infamia. Ese
pegamento. Ojalá hubiera sido suficiente para dejarte y botarte de la
cama al siguiente día, pero me ganó el estómago.
Dejé
de pensar y se apropió de mí la tripa, dejé de pensar y existí sólo
para comer, para engullir, para deglutir, para devorar. Luego de este
róbalo, poco me queda de comer en esta vida, me dije, tan idiota de mí,
tan engañado, tan inocentemente estúpido.
Esa fiesta para el paladar que
preparaste. Mantequilla, piña, mango, chile pimiento, succini,
zanahoria y esa copa de vino blanco. Ese pedazo de pie de queso sin esa
empalagante mezcla, sin esa azarosa masa de lácteo en la boca, ese
elíxir con hojuelas crocantes arriba y abajo, que era como el horizonte
mismo de la playa donde lo comía. Con el cielo y el mar unidos.
Extracto tomado de Histéresis, click para la nota completa.
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