Luis Urrutia, traía bajo el brazo, un compendio de revistas que compartia con mucho afán. Así me acerque a ese movimiento de escritores turbios del de efe mexicano. Así conocí a Fadanelli, el Urrutia me regalo su libro.
Muchos años, pero muchos años después, y en la oscuridad de la madrugada, a mi también me dan ganas de comprar un rifle y quebrarme a ese venado.
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Muchos años, pero muchos años después, y en la oscuridad de la madrugada, a mi también me dan ganas de comprar un rifle y quebrarme a ese venado.
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Camino diez pasos hasta llegar a la puerta donde un número nueve,
broncíneo, oxidado, está a punto de caer al suelo. Oprimo un timbre y
espero. Siento que mi estómago se abre y derrama un líquido amargo sobre
el resto de las vísceras. Voy a entregar dos gramos de cocaína a un
hombre que nunca antes había visto en mi vida. Sólo sé que su nombre es
Arturo y que debe entregarme cuatrocientos pesos; de ese dinero me
corresponde un quince por ciento. Mientras aguardo a ser recibido
observo cómo las golondrinas han construido un nido muy cerca del número
nueve, una de las crías estira el cuello y abre la boca, una boca
inmensa; me imagino hurgando con el dedo meñique hasta su garganta
cuando la puerta se abre y aparece un hombre descalzo. Podría apostar a
que su cabello es artificial porque su piel es morena y…
Me invita a
pasar hasta donde otro hombre aguarda sentado en una silla antigua,
dorada, con asiento de terciopelo. Me sonríe, dice “Pero qué joven eres,
muchacho”, y hace una seña invitándome a ocupar otra silla, ésta no tan
antigua. No sé quién es Arturo, pero supongo que es el tipo descalzo;
lo compruebo cuando me dice que antes de pagarme van a probar la
mercancía. No desconfían, pero creen que de esa manera será mejor para
todos. Yo no tengo objeciones. Nadie me dio instrucciones para afirmar o
negar. Sólo debo cobrar cuatrocientos pesos de los cuales me
corresponderá el quince por ciento
El que no es Arturo descuelga un cuadro de la pared y sobre el cristal
forma dos líneas blancas. En otra pared sobresale la cabeza de un venado
muerto; me acerco y acaricio su piel: sus ojos se parecen a los de
Elisabeth Taylor. A un lado hay una placa que dice: “Cazado en Canadá
por el doctor Arturo Jiménez”. Imagino al venado corriendo como una
saeta por una colina cubierta de nieve. Escucho sus jadeos; se están
besando; el que no es Arturo está sentado sobre las piernas del que sí
es: son maricones. Les pregunto si me pueden pagar pero el que no es
Arturo se arrodilla y le chupa allí al otro, enfrente de mí.
Me volteo
para no mirar y quedo otra vez frente a frente con el venado, pero ahora
me resulta imposible imaginármelo corriendo en la nieve. Después de
algunos minutos Arturo me toca la espalda; es casi de mi tamaño y tiene
arrugas en la frente: “Cuatrocientos pesos por la coca y cincuenta para
ti, por soportarnos”, dice. Si las cuentas no me fallan los cincuenta
más el quince por ciento deberán ser un poco más de cien pesos. Si
ahorro, algún día podré ir a Canadá a cazar un venado. Eso haré cuando
cumpla dieciocho años: me iré a Canadá, compraré un rifle y cazaré un
venado.
Compraré un rifle y cazaré un venado
Guillermo Fadanelli
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