20140402

Cada mañana debe ser el verde...

            El reloj despertador sonó como todas las mañanas, de inmediato ella abrió los ojos, estiró su cuerpo y se levantó como si había esperado toda la noche el amanecer.  Antes, cuando su vida de madre soltera con dos trabajos y muchos líos le parecía una carga aburrida, se encaprichaba y tardaba mucho en levantarse.  En cambio ahora cuando pensaba en él esperándola recién bañadito en la parada que está en el mercado, se apuraba a bañarse meticulosamente.  Su madre también corría de un lado a otro, dando gritos y somatando todo, mientras su anciana abuela preparaba a las niñas para llevarlas al colegio.  Ella ni desayunaba.  Es que todo dependía de estar en el parque a la misma hora todos los días para tomar el mismo bus, el de color verde, y esperar a que pasaran por la parada de él.

            Después de su segundo hijo había dejado de arreglarse, se había olvidado de ese lúdico ritual que ahora era indispensable: crema sedosa, perfume en lugares estratégicos, pelo cepillado y un maquillaje llamativo.   Casi siempre antes de salir de su casa, al mirarse al espejo, se sentía satisfecha con los resultados.  Su abuela, después de recibir el diario beso en la frente, se quedaba pensando en su “pobre” niña, con tan sólo 23 años y tantas penurias y responsabilidades.

            Pero ella salía sonriendo, saludaba a los vecinos que sospechaban que algo se traía entre manos.  A veces, cuando el bus verde todavía no estaba listo para salir, pasaba a un comedorcito de choferes a tomar un atol o un café.  Es que era un tácito acuerdo: siempre debía ser el verde, ésa era la señal.  Una vez comprobó que él no subía a otro: cuando el bus verde estuvo descompuesto, por la ventanilla de otro que lo sustituía lo vio algo desencajado esperando aquel gusano mecánico.  De seguro llegó tarde al trabajo, solo por verla.  Ahora el bus de ellos dos estaba en buenas condiciones y todo salía perfecto.

            Era una mañana maravillosa, el sol salía impetuoso y le quitaba el frío a los trabajadores indolentes de todos los días.  Ella fue la primera en subirse al bus cómplice, y cuando arrancó para salir rumbo a su recorrido usual, a ella le saltó el corazón de impaciencia. Era lunes y tenía dos días de no verlo.  El bus parecía toser, al inicio del día iba lento y parsimonioso. Unas largas cuadras después, al cruzar la esquina, ahí estaba él sin falta.  Alto, delgado y vestido como todo buen oficinista de la zona diez.  No tendría más que 24 años, pero un grueso anillo de oro brillaba en su dedo anular de la mano izquierda.  Por eso en esas luminosas mañanas solo se saludaban con los ojos, se amaban admirándose de pies a cabeza, aprovechando la apretazón y los empujones para olerse mutuamente.  Luego, pasaban el resto del día pensando en cómo se habían visto esa mañana, el escote de ella, las grandes manos de él, el suave roce de rodillas. Ella hablaba constantemente de él con sus compañeras de trabajo, el fanfarroneaba con su amigotes del almuerzo.  Cuando se llamaban, se elogiaban acerca de la forma en que lucían esa mañana. 

            Ser madre, aun a su edad, le había encerrado en una cárcel de pañales, colegios, supermercados, visitas familiares, piñatas, en un mundo en donde debía ser correcta y formal a toda hora.  Sólo porque era una madre.  Mientras sus hijas fueran pequeñas no tenía derecho a ser mujer, en su casa no habían hombres, sólo eran sus hijas, su madre, su abuela, su vieja tía y ella.  De balde tantos anhelos, tantos planes, tantas ganas de vivir, para qué estar hecha para el placer si se aburría sin remedio.  Qué envidia le daban las otras mujeres.  Por eso pensar en él la aliviaba.

            Por la tarde, ella iba a su segundo trabajo y él a estudiar.  Lo de tomar clases se le ocurrió solamente para poder verla por la noche antes de ir de vuelta a casa.  A esas alturas del día, ya no se veían ni olían igual, pero igual se deseaban.  Por lo lejano y la hora, debían abordar el último bus que iba hacia su colonia.  Ése era un bus viejo y destartalado, un grupo de cansados trabajadores lo esperaban y luego lo abordaban lentamente, con tristeza y resignación.  En el interior del bus no había luz, todo era oscuridad y sombras que hablaban monótonamente.  Entonces ellos se encontraban al fondo del bus, pensaban que ya nadie les prestaba atención.

            Ella ya estaba temblando de nervios, de anticipación, preguntándose si esta vez sería posible.  Recordaba cómo fue la primera vez, cuando él se paró detrás de ella y le respiró junto a la oreja.  Pensó que iba a orinarse, y cuando la tomó por la cintura para atraerla más hacia su cuerpo, ella se decidió.  Desunió las manos de él y luego puso una en sus pechos y la otra en su pubis.  No pudo ver su cara, pero adivinó su asombro y su complacencia, porque de inmediato la erección fue imposible de ocultar.  Sentir la proximidad de las otras personas fue todavía más excitante, aquellos pasajeros tristes que dormitaban o fingían escuchar a sus interlocutores en la oscuridad.  Otras veces se imaginaba que cada uno de esos desconocidos era alguien de su familia, o de sus vecinos, hasta llegó a imaginar al chofer como el párroco de la iglesia a la que iba obligadamente los domingos.   Lo más difícil fue cuando ella se atrevió a bajar el cierre de la bragueta de él y meter su mano, ya no pudieron detenerse. Por eso una noche, en el tramo más oscuro del trayecto, estaban tan excitados que no lo pensaron más, él le dio vuelta, ella subió su falda y él la penetró. Era lo más placentero que había sentido en toda su vida, una cópula fugaz.

            Llegaba a su casa dulcemente cansada, despeinada, secretamente satisfecha.  Lavaba, planchaba y limpiaba el desastre de esas niñas que apenas miraba unos minutos en la mañana.  Sentía que su cuerpo reventaría después de tantas horas, por eso creía que merecía aquella lubricidad por las noches.

            Una noche mientras él buscaba hábilmente su clítoris con su dedo medio e índice, vieron la primer mirada de reojo. Aquella masa oscura e impasible, empezó a despertar como gatos curiosos.  Casi le gustó cuando sintió otras manos acariciando sus muslos con cautela, pero más le entusiasmó besar los pechos de esa mesera ardiente, tibios y temblorosos.

Jessica Masaya Portocarrero

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